Veamos, el argumento troncal de todo esto es que los equipos en crisis económica suelen mirar mucho más hacia dentro con la idea de encontrar el talento que antes compraban fuera. Y asumir que si no es talento acabado habrá que trabajar con él para desarrollarlo, hacerlo crecer y aceptar que es, todavía, un talento en desarrollo —como si esta condición dejara algún día de cumplirse—, por tanto, imperfecto y sujeto a una variabilidad que pueda encajar mal con un calendario lleno de citas decisivas y momentos claves. Ya saben, esa insidiosa pregunta que surge en todas las mesas de planificación, al menos de los que trabajan con este tipo de recurso, en la que alguien construye el argumento de: ‘¿Me estás diciendo que el día de la final de la Champions (o del derbi o de la final de Copa o del partido decisivo para la permanencia o el ascenso, me valen todas las versiones) podríamos jugar con, por ejemplo, un lateral de 20, un centrocampista de 18 y un extremo de 17?’. Las preguntas que suelen seguir a esta y que solo puede responderse desde la asertividad si todos los planetas se cruzan contra nosotros suele parecerse a: ‘¿Y eso es lo mejor que tienes para proponer? ¿No hay plan B? ¿Ya habéis revisado bien el mercado?’.

Generalmente, estas preguntas suelen provenir de quienes unos meses antes te han hablado de que no hay dinero para ir al mercado, que hay que tener una economía de mínimos, que si vendemos no podremos comprar en las cifras obtenidas porque debemos generar plusvalías que nos ayuden para equilibrar pasadas vidas alegres. Los mismos que, para cerrar la ecuación, nos suelen confirmar que, a pesar de todo, seguimos aspirando a todo y que no hay excusas para no llegar, acercarnos razonablemente, a eso que se suele definir como “lo que todos nosotros esperamos de nuestro club”.

Y ese tipo de decisiones pueden desembocar, en el mejor de los casos, en una explosión de talentos desatendidos, inesperados, desconocidos hasta para alguno de casa, talentos que parecen surgidos del silencio y de la oscuridad, de la nada absoluta. Aunque, en realidad, suelen llegar de esos espacios constituidos por lo que se llama Fútbol Base y que hasta hace nada eran considerados más como el paraíso de los que no hacen nada, de los que se lo pasan bien entrenando a chavales, planificando semanas de entrenamientos y estudios; de los que se preocupan por ese niño para luego trabajar con ese diamante en bruto sabiendo que los diamantes surgen de los jugadores más inesperados, de esos que disfrutan pasando frío cada mañana de sábado y domingo viendo no importa qué partido, de no importa qué competición, de no importa qué lugar, de no importa qué provincia. Porque ellos, esos privilegiados, cobran por hacer lo que otros muchos hacen como obligación y solo tienen que ver al bueno del partido, vaya chorrada, para llevárselo para su club.

Porque es cierto que la necesidad hace virtud, y que esa necesidad genera puestos en el primer equipo, donde hace unos meses estaban ocupados por jugadores consolidados y de rendimiento inmediato. Pero tan cierto es esto como que para que esa oportunidad sea aprovechada hace falta que el talento esté preparado para ocupar esos lugares de privilegio, hace falta trabajar muchos días anónimos, muchas noches oscuras, muchas tardes tristes para estar preparado para aprovechar esa oportunidad única pero también bloqueante, hay que estar listo y gritar “presente” cuando la exigente actualidad pase lista.

Y eso es un trabajo de muchos, largo, exigente, intenso y lleno de frustraciones y dudas, un trabajo en el que muchas veces observas que aquel niño, niña, con el que trabajabas, llega a debutar en el primer equipo. Mientras, tú ves el partido en la tele, con una cerveza en la mano, lejos ya de la estructura de aquel club que te acogió hace años pero con quien en esos momentos se crea una corriente de conexión que muchas veces hasta te sorprende por su intensidad y nitidez. Dicen que es la satisfacción diferida. Aunque también hay quien le llama nostalgia.

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