La rectora de Harvard, Claudine Gay, durante la comparecencia ante el comité de Educación de la Cámara de Representantes, el 5 de diciembre.KEN CEDENO (REUTERS)

Llueve sobre mojado en los campus de EE UU. Años de acciones de afirmación positiva, de políticas de identidad y diversidad, y, al otro lado, de ofensiva conservadora contra el pensamiento libre han llegado a un punto de ebullición con las acusaciones de antisemitismo contra las universidades. Patronos que retiran fondos millonarios, una ruidosa comparecencia en el Congreso de las rectoras de tres de las más importantes universidades del país, seguida de la dimisión de una de ellas; presiones políticas, manifiestos… Los titulares engordan desde hace semanas. Pero como advierte la mayoría de la docena de fuentes consultadas para este reportaje, ni el antisemitismo en las universidades es consecuencia de la guerra de Gaza, sino muy anterior; ni tan generalizado como parece, ni lo azuzan solo grupos propalestinos.

Algunas fuentes recuerdan que los peores ataques antisemitas en EE UU han sido obra de supremacistas blancos, como el de Charlotesville (Virginia) en 2017, jaleado por el entonces presidente Donald Trump. Y por sus acólitos, entre ellos la congresista republicana Elise Stefanik, que hace diez días embistió a las rectoras de las universidades de Pensilvania y Harvard y del MIT en una comparecencia en el Congreso hasta hacerlas sangrar. Sangrar, literalmente: la primera de ellas, Liz Magill, dimitió tres días después; el puesto de la segunda, Claudine Gay, ha estado en el alero y ella continúa bajo escrutinio, con furgonetas apostadas ante su domicilio, o dando vueltas por Harvard, empapeladas con su imagen y la leyenda “incapaz de dirigir”: un señalamiento propio de etapas más negras de la historia.

El hostigamiento de Gay y de sus compañeras —tres mujeres en el disparadero— se debe según sus detractores a no haber sabido condenar manifestaciones en contra de Israel y de los judíos, incluidos supuestos llamamientos al genocidio, que han atemorizado a estudiantes de esa confesión. También han enfurecido a muchos donantes, en la práctica los amos de las universidades estadounidenses: el año pasado contribuyeron con 59.500 millones de dólares a su funcionamiento. Más del 80% de las donaciones procedían del 1% de los donantes, de ahí su empeño en querer marcar el compás de los claustros: la amenaza de retirar 100 millones por parte de uno de ellos precipitó la caída de Magill.

Una furgoneta con la imagen de la rectora Claudine Gay y el lema «incapaz de dirigir», este miércoles en Harvard.M. A. S. V.

Gay, la rectora de Harvard (50.000 millones de dólares de presupuesto anual), resiste, aun con dificultades. De nada han servido el apoyo de más de 700 profesores del claustro —muchos de ellos judíos— y su ratificación por parte de la junta de gobierno, este martes, porque los donantes, y bastantes congresistas, siguen pidiendo su cabeza. Pero Derek J. Penslar, profesor de Historia Judía y director del Centro de Estudios Judíos de Harvard, rebaja la gravedad de la polémica. “La situación no es tan grave como ha denunciado la mayoría de los medios de comunicación estadounidenses, aunque el antisemitismo es un problema grave y creciente en las universidades y en la sociedad en su conjunto. En Harvard, desde la masacre de Hamás del 7 de octubre, los estudiantes judíos han sido objeto de despiadadas y odiosas publicaciones en las redes sociales, insultos y ostracismo. Sólo ha habido una denuncia de agresión física, y todavía se está investigando si realmente se produjo o no. Pero no hay duda también de que se han enfrentado a diversas formas de antisemitismo que les han incomodado psicológica y emocionalmente”, explica Penslar.

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El supuesto llamamiento al genocidio de los judíos y la inacción de las rectoras denunciados por Stefanik chirría viniendo de alguien que ha secundado teorías desquiciadas como la del gran reemplazo, o aplaudido las chanzas sin gracia de Trump sobre los judíos. En un tuit publicado en X (antes Twitter), el profesor Dov Waxman, director del Centro de Estudios de Israel de la Universidad de California (UCLA), recordaba el martes la tradición antisemita de la derecha: “La atención que se presta actualmente al antisemitismo en los campus puede dar la impresión errónea de que el problema del antisemitismo en EE UU procede principalmente del activismo propalestino de izquierdas, cuando en realidad las creencias antisemitas están mucho más extendidas en la extrema derecha que en la extrema izquierda y las acciones antisemitas más violentas y mortíferas contra los judíos estadounidenses son planeadas y perpetradas por extremistas nacionalistas blancos”. Como en el caso de Charlotesville, en el que la capciosa equidistancia de Trump (“hay violencia en los dos lados”, dijo del ataque mortal de un supremacista blanco a manifestantes antirracistas) envalentonó más a la ultraderecha. Un año después, en 2018, un supremacista blanco mató a 11 personas en una sinagoga de Pittsburgh. El peor atentado antisemita en la historia de EE UU.

Contactado por correo electrónico, Waxman añade: “Aunque me preocupan los incidentes antisemitas que han tenido lugar en algunos campus desde el estallido de la guerra, no creo que sea exacto afirmar que son hervideros de antisemitismo. Ciertamente lo hay, pero a menudo se exagera su alcance y gravedad”. La caja de resonancia de los titulares, la confluencia de intereses de las grandes cabeceras con los de algunos donantes, explican también el volumen que ha alcanzado el debate.

Alejandro Baer, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y durante la última década profesor y director del Centro de Estudios sobre el Holocausto y el Genocidio en la Universidad de Minnesota, incide en la instrumentalización política. “El antisemitismo y la manera de definirlo y combatirlo se han vuelto un elemento importante en las guerras culturales estadounidenses. Demócratas y republicanos se acusan mutuamente de tener antisemitas en sus respectivos campos y sólo ven la paja en el ojo ajeno. Entre los republicanos hay conspiranoicos de QAnon y supremacistas blancos que en la manifestación de Charlottesville de 2017 gritaban ‘los judíos no nos reemplazarán’. Y entre los demócratas hay antisionistas que entienden la violencia de Hamás como resistencia legítima o cuestionan el derecho a la existencia del Estado de Israel. Las universidades son bastiones demócratas y están siendo blanco de los ataques republicanos. Pero tras el 7 de octubre se lo han puesto en bandeja ante la permisividad de expresiones y actos que fueron inequívocamente antisemitas”, resume por correo electrónico.

Activistas propalestinos, este miércoles en el campus de Harvard.M. A. S. V.

Los republicanos han encontrado un hueso que roer de cara a las elecciones de 2024; su enésima guerra cultural, pero esta vez con visos de victoria a juzgar por la clara ventaja de Trump en algunos Estados clave. Los secundan, además, unos cuantos demócratas. A diferencia de otros temas identitarios, el del judaísmo —el de Israel— es a la vez una línea roja y un factor que moviliza a todo el espectro político, y lo hace de manera emocional, existencial incluso. Pero la complicidad con sus rivales ha abierto una vía de agua en el partido de Joe Biden. Esta semana la Cámara de Representantes aprobó una resolución bipartidista que condena el antisemitismo en los campus y pide la dimisión de la rectora Gay y de su homóloga del MIT, Sally Kornbluth. La votación puso de relieve las marcadas divisiones demócratas afloradas por la guerra de Gaza: 84 demócratas, incluidos judíos progresistas, votaron a favor, frente a 125 en contra. Todos los republicanos, menos uno, apoyaron el texto.

Así que, lejos de permanecer encapsulado en las burbujas de pensamiento liberal que son las universidades —con la de Harvard, bastión demócrata, a la cabeza—, el asunto ha saltado a la arena política para atizar la campaña de las elecciones de 2024, con un Biden mermado de fuerzas y, cada vez más, de apoyos.

“No ha habido ni un solo incidente en el campus”

El otoño se despide de Harvard con un decorado de árboles ralos y temperaturas bajo cero. Esta semana, de exámenes finales y desbandada vacacional, era difícil encontrar estudiantes dispuestos a pararse unos minutos. María y Sissy, alumnas de primero, desconocen la polémica, “sólo hemos visto muchos carteles y pósteres que unos pegan y otros arrancan”, dicen, en alusión a una popular campaña de pasquines que exige la liberación de los rehenes de Hamás. “Pero más allá de eso no sabemos exactamente qué pasa, ni quién tiene la razón. Tampoco nos parece una noticia enorme, la verdad”. Jordana, estudiante de 3º de Historia, sí tiene una opinión formada: “No ha habido ni un solo incidente, ni uno. Además, sólo se habla de un lado, el otro parece que no existe, y ahí tienen mucho que ver los medios, alineados con los donantes más enfadados. Creo que la rectora Gay está abordando bien el problema y que es injustificable el acoso al que está siendo sometida”.

Tras ser ratificada en su puesto por la junta de gobierno de Harvard, inopinadas acusaciones de plagio se han cernido esta semana sobre ella —que además resulta ser negra—, mientras siguen rodando las furgonetas con su foto y el mensaje descalificador. Jordana denuncia el sesgo de la polémica: “Hay un intento claro de yugular cualquier opinión propalestina, no se habla de las amenazas a estudiantes árabes o de cómo se coarta su libertad de expresión”. Le da la razón una estudiante musulmana, con velo, que pide no ser identificada: “Desde luego que el antisemitismo es un problema, sin duda alguna, y muy serio, pero también la islamofobia”.

Esta joven asegura que desde el 7 de octubre se han producido en el campus más episodios del signo contrario. “Acoso, hostigamiento, insultos… manifestaciones verbales, pero muy desagradables, a árabes y musulmanes. También camionetas dando vueltas por Harvard con fotos y datos personales de estudiantes que supuestamente defienden a Hamás. La esposa de un conocido profesor fue grabada insultando a una estudiante que llevaba una kufiyah [pañuelo palestino]”. El vídeo se ha hecho viral y el nombre y apellidos de la acosadora y de su cónyuge, publicados por el diario de la universidad, el excelente The Harvard Crimson.

“No es un fenómeno que interfiera en nuestra vida diaria pero sí está en todas partes: en las charlas de café, en los pasillos, en las reacciones; cualquier alumno podría decirte que es testigo del debate, pero muchos no se atreverán a hablar contigo por temor a tomar partido”, concluye Jordana. Tampoco quieren hacerlo la propia institución, que no ha respondido a la solicitud de comentarios sobre la reciente creación de un grupo de trabajo contra el antisemitismo, ni el Crimson. A unos metros de distancia de las dos jóvenes, Patrick, un posgrado británico, intenta a duras penas arrancar los carteles que piden la liberación de los rehenes. “Los han encolado, no hay manera de quitarlos. La polémica sobre el antisemitismo en el campus es puro teatro: son los intereses de unos millonarios contrariados por escuchar cosas que no les gustan, como que en Gaza se está perpetrando una masacre de civiles o que es necesario un alto el fuego ya”, dice.

Por parte judía, el rabino Getzel Davis, de Hillel Harvard, la delegación local de una organización universitaria judía, contemporiza a duras penas con la institución: “Lo más importante es que la cultura cambie, y que tengamos una administración que nombre, denuncie y ataje el antisemitismo cuando y dondequiera que ocurra; y garantice que este campus sea un entorno de aprendizaje seguro para los estudiantes judíos y para el resto. Esperamos seguir trabajando con la rectora Gay y otros altos directivos de Harvard en programas educativos y en la aplicación de políticas para proteger a los estudiantes judíos”, explica Davis, que es uno de los capellanes de la universidad.

Carteles que piden la liberación de los rehenes en manos de Hamás, en Harvard.M. A. S. V.

Junto al patio de los dorms, las residencias de estudiantes, tres activistas pro-Gaza caldean la gélida mañana a golpe de megáfono. Sin éxito, aunque también sin riesgo: no hay reacciones adversas, ni quejas, sólo indiferencia. Rafael Kadaris, que se presenta como “ateo nacido en una familia judía”, lleva la voz cantante. Californiano, sin vinculación alguna con el campus, es portavoz del muy residual Partido Comunista Revolucionario de EE UU y, como tal, defiende la necesidad de una revolución para hacer saltar por los aires el sistema. Gaza puede ser la carga para la voladura, dice convencido. Al día siguiente, en una céntrica plaza de Harvard, un grupo de particulares (jubilados, en su mayoría) forma una cadena humana para pedir un alto el fuego. Ninguno de ellos tiene tampoco relación con la universidad.

El 19 de octubre, en una entrevista con EL PAÍS, el filósofo Michael Walzer ya apuntaba la atmósfera de antisemitismo en los campus, circunscrita en su opinión a los ámbitos izquierdistas. Contactado este miércoles para desarrollar el tema, explica: “La aparición del antisemitismo tras la guerra de Gaza, sobre todo en los campus universitarios, no es exactamente una sorpresa. La agitación antiisraelí ha sido durante algún tiempo la principal forma de los estudiantes de expresar su izquierdismo, evitando tantas otras cuestiones que requieren la atención de la izquierda. La conmoción del 7 de octubre debería haber reconsiderado ese izquierdismo. En cambio, para algunos estudiantes de izquierda, no para todos, se convirtió en una ocasión para demostrar lo comprometidos que estaban con la causa palestina, y su discurso, siguiendo el de Hamás, pasó de la agitación antiisraelí a un claro y a menudo cruel antisemitismo”.

Walzer, profesor emérito de Princeton, sostiene que la polémica en torno a las rectoras, que cree justificada, es una oportunidad para enmendar errores y avanzar. “Algunos administradores y profesores universitarios respondieron rápido y bien, pero muchos no lo hicieron. Los republicanos de extrema derecha, que a menudo han jugado con temas antisemitas, vieron una oportunidad populista: ir a por la élite académica. De ahí las audiencias [en el Congreso] y el acoso a las tres rectoras, que respondieron mal porque siguieron los consejos de sus abogados y nunca hablaron con el corazón, que era lo que requería el momento. Creo que ahora las cosas van a mejorar. En los campus hay mucho rechazo”, concluye Walzer.

Identidad, diversidad e inclusión: ¿dónde caben los judíos?

Alejandro Baer, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y durante la última década profesor y director del Centro de Estudios sobre el Holocausto y el Genocidio en la Universidad de Minnesota, denuncia la gravedad del fenómeno del antisemitismo. Además, inscribe la actual polémica y las denuncias de inseguridad y acoso de estudiantes judíos en el contexto de la denominada acción afirmativa (medidas de discriminación positiva para reducir la desigualdad racial en el acceso a la educación superior) en las universidades estadounidenses.  “La acción afirmativa y las políticas de la identidad han generado un efecto perverso que afecta muy especialmente a las minorías judías en los campus. Los planes de diversidad e inclusión, y los estudios críticos sobre raza en los que se basan, entienden la sociedad estadounidense en términos binarios de opresor-oprimido, o Blanco-BIPOC [siglas inglesas de «Negros, Indígenas y Gente de Color”]. Si estás en un grupo de víctimas entonces recibes protección especial, y si estás en un grupo opresor entonces se asume que no puedes sufrir discriminación o injusticia de la misma manera. Los judíos no encajan en ninguna de las dos categorías, pero aun así son asignados al grupo blanco y opresor”. El encasillamiento es perverso, subraya el experto: da igual que sean diana del supremacismo blanco, o, como ahora, de manifestantes propalestinos: nunca serán vistos como víctimas, o no, al menos, con la misma entidad de víctimas que las otras minorías. “Esto supone un borrado y una negación de sus identidades y de sus experiencias de persecución y discriminación. Paradójicamente, en nombre de este antirracismo muy mal enfocado se perpetúa además un estereotipo antisemita: judío igual a poder”.

Tras el ataque de Hamás que desencadenó la guerra, añade Baer, «vemos una proyección de este marco simplificador que es ciego a sus implicaciones antisemitas. Lo hemos visto en las manifestaciones en los campus, en las que se ignoraba el sufrimiento del ‘opresor’ judío y se justificaba e incluso celebraba la violencia del ‘oprimido’ palestino. ¿Nadie se paró a pensar que estudiantes, profesores y personal de origen judío se iban a sentir agredidos?».

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