Hace seis años, a mediados de noviembre, Perú amaneció unido y borracho. Su equipo de fútbol había clasificado a una Copa del Mundo tras una espera de casi cuatro décadas y por una noche dejamos de ser ese pueblo dividido en crisis permanente, al filo de la nada.

Nos entregamos al éxtasis sin pudor. Brindamos con desconocidos. Cumplimos apuestas. Y nos fundimos en un abrazo irrepetible. La hazaña produjo una veintena de libros, un puñado de películas y comerciales, y una venta monstruosa de camisetas. Los magazines del mediodía se convirtieron en programas deportivos, y los programas deportivos por fin tuvieron algo nuevo que ofrecer. No vivíamos más en el pasado, como aquellos que añoran un único viaje, un único trabajo o un único gran amor.

En Rusia 2018, el equipo se marchó a casa en primera ronda con tres puntos que no supieron tan mal: derrota ante Dinamarca y Francia por la mínima diferencia, y triunfo ante Australia. Pero, a modo de consuelo, en cada partido el toque peruano se hizo presente con paredes y regates. El sueño se prolongó al año siguiente, cuando la selección del argentino Ricardo Gareca consiguió otro hito: disputar una final de Copa América después de 44 años. No nos colgamos la medalla de oro en el Maracaná ante Brasil, pero ya nos miraban distinto en el continente. Un sentimiento más cercano a la admiración y más lejano a la compasión.

En 2022 un remezón nos hizo despertar: se perdió el repechaje ante Australia y, con ello, la posibilidad de disputar un segundo mundial consecutivo. Pero a pesar de la amargura —y un silencio aterrador que se extendió en todo el país al errar en la tanda de penales—, en las calles había el consenso que Gareca y su comando técnico debía continuar. Agustín Lozano, presidente de la Federación Peruana de Fútbol, no lo creyó así y, mediante unos desplantes, logró su salida.

Su reemplazo fue Juan Reynoso, un técnico peruano con varios títulos nacionales que en 2021 había sacado campeón al Cruz Azul en la liga mexicana, acabando con una sequía de 23 años sin levantar un título. Aunque su hoja de vida exhibía más de un cortocircuito con la prensa, parecía ser el indicado. La hinchada, que por entonces le dio el beneficio de la duda, hoy pide su cabeza.

Con la derrota ante Bolivia en La Paz, Perú ha vuelto a ser el colero de Sudamérica. La tabla de posiciones de las Eliminatorias es inobjetable: último, con un punto, cuatro derrotas y cero goles. Según el estadístico Mister Chip, se trata de la primera selección en toda la historia del fútbol sudamericano que arranca el torneo sin ser capaz de gritar un gol en sus primeros cinco partidos. Y un gol, como se sabe, es fiesta y desahogo. Es el clímax de este deporte que se inventó para sublimar las guerras y olvidarnos un rato de las preocupaciones.

La Blanquirroja no solo es el equipo más veterano de las eliminatorias, con un promedio por encima de los 29 años, sino que es cobarde en ataque y débil en defensa. Tardó 571 minutos en realizar su primer disparo al arco, gracias a una cabezazo del enmascarado Lapadula en el minuto 43 del primer tiempo ante Bolivia. Cultor del toque y el lujo innecesario, el fútbol peruano se caracterizó por brindar espectáculo, incluso en sus peores momentos. Hasta eso se le ha arrebatado. Observar a Perú de Reynoso es una tortura: ni encandila ni es eficiente. Y, además, perdió la rebeldía. Pero sobre todo perdió la comunión con la gente. La relación está quebrada y no parece tener vuelta atrás.

En las últimas diez eliminatorias sudamericanas, Perú se ubicó en el sótano de la tabla en tres ocasiones: rumbo a Italia 90, Estados Unidos 94, y Sudáfrica 2010. En esta última apenas se ganaron tres partidos y nos encajaron 34 goles. Para Alemania 2006, fuimos novenos de diez, gracias a Bolivia. Durante mucho tiempo, en lo que a fútbol se refiere, agradecimos la existencia de ese país con el que compartimos el Titicaca, las mejillas chaposas y un antecedente de nación, entre tantas otras cosas. Hoy Bolivia, que nos gritó olé en el Hernando Siles de la Paz, es quien valora nuestra presencia. Perú es el colero absoluto del vecindario. Este martes ante una Venezuela encendida solo cabe el milagro. Se pinchó la burbuja. Hemos vuelto a la vieja normalidad.

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